jueves, 15 de diciembre de 2011

Relato "El aparato"

Y allí estaba él. Tratando de hacer memoria, casi podría asegurar que nunca nadie lo había desplazado del lugar que ocupaba aquella tarde, ni siquiera para limpiar el polvo que de una manera inmisericorde se empeña en cubrir todo aquello que se opone a su descenso. Alguien podría tildarme de exagerado tras esta afirmación, pero pondría la mano en el fuego si, llegado el caso, fuese realmente necesario.

Aquel viejo cacharro me había acompañado desde mi más tierna infancia pues, de hecho, él ya estaba en ese mismo lugar cuando yo hice mi aparición en este mundo y, probablemente, antes de que lo hicieran mis padres. Tengo entendido que perteneció al padre de mi abuela Ramona (permítanme que no emplee aquí la palabra bisabuelo, pues nunca llegó a sonarme bien semejante yuxtaposición de prefijo y sustantivo para referirse a un ser tan entrañable), el cual se lo compró a un viajante de estraperlo allá por el año... bueno, digamos que a la televisión aún le faltaban algunas décadas para llegar a nuestro país.

Al parecer, por aquellos tiempos mi familia regentaba una especie de venta, situada entre dos pueblos vecinos inmersos en ese mar de olivos que nos rodea allá donde miremos, la cual siempre me he imaginado como una posada de las descritas en la obra de Miguel de Cervantes, trasladada a nuestras tierras andaluzas. Por lo que sé, actualmente lo único que se sirve allí son derivados del petróleo, en virtud de su transformación en estación de servicio, y es que los tiempos avanzan que es una barbaridad.

Volviendo al relato de mi familia, les diré que cierto día llegó hasta aquel establecimiento un comerciante procedente de la capital, que visitaba por primera vez la zona. No tengo muy claro qué es exactamente lo que podía vender aquella persona a las gentes de provincias, ya que la memoria de quien me lo contó había visto diluir con el paso del tiempo ciertos detalles, pero lo que sí les puedo asegurar es que tras su marcha, dejó cerrado un buen trato con mi ascendiente. En años posteriores, cada vez que pasaba cerca, era allí donde venía a hospedarse, y llegó a establecerse cierta relación de amistad entre el viajante y mi pariente, hasta que mi familia cerró el negocio, creo que en la década de los sesenta.

De todo esto hacía ya una eternidad, y la cosa es que el aparato se conservaba bien, en parte gracias a los buenos cuidados que mi madre siempre le había dispensado, y antes que ella, mi abuela Ramona. Era una especie de reliquia de la familia, la cual no llegaba al punto de ser venerada como si del brazo incorrupto de Santa Teresa se tratase, pero al menos sí que se miraba por ella, ocupando un lugar de privilegio junto a la foto del abuelo Cristóbal, que en paz descanse.

Siempre había tenido dudas acerca de su estado de funcionamiento. ¿Sería posible que aquél aparato de otra época aún fuera capaz de captar algún tipo de onda hertziana, y de emitir algún tipo de sonido minimamente asimilable a un mensaje inteligente? Seguramente tendría alguna bobina quemada, o alguna válvula estropeada. Lo cierto es que no recuerdo haberlo visto nunca en funcionamiento, aunque quizás fuese debido a la leyenda negra que pesaba sobre él.

Se comentaba entre mi familia que aquella cosa había sido siempre portadora de infortunios y malas noticias. Fue a través de ella como el padre de mi abuela tuvo conocimiento del comienzo de la Gran Guerra, y mi abuelo me había contado en alguna ocasión que las primeras noticias que le llegaron del alzamiento del 36 fueron por medio del mismo artefacto. De algún modo, creo que hace tiempo tomaron la decisión de no volver a enchufar aquel pájaro de mal agüero, y en eso estábamos a día de hoy. Quién sabe si debíamos el hecho de que no se hubiera dado la tercera guerra mundial a la previsión mostrada por los míos.

Lo cierto es que ni yo mismo me he atrevido nunca a perpetrar la conexión de aquel artilugio, aunque no puedo negar que ganas nunca me han faltado. Jamás me he tenido por una persona supersticiosa, pero hay cosas en la vida que no tienen fácil explicación, las cuales es mejor dejar como están, al menos esa es la forma en que yo lo veo. Al fin y al cabo, como adorno no queda mal del todo, dándole cierto toque de estilo a nuestro cuarto de estar, tratando de compensar el efecto causado por esa gitana que baila sobre el televisor con un abanico deshilachado en la mano.

Es posible que la técnica haya avanzado una barbaridad desde que fuese construido, con la aparición del transistor y tantos otros adelantos, pero lo que no se ha conseguido, al menos desde mi modesto punto de vista, es eliminar ese halo de romanticismo que envuelve a los viejos objetos, con su recubrimiento de caoba, y la artesanía de la era previa a la cadena de montaje. Eso es algo que nadie podría quitarle a aquel aparato, por muchos años que pasaran.

En cierto modo, en mi familia nos sentimos como los guardianes de la paz mundial, merced a nuestro empecinamiento en no volver a conectar aquel receptor. Quizá se nos pueda llamar exagerados, pero a las pruebas me remito: siempre me ha parecido llamativo el detalle de que, viviendo inmersos de pleno en la era de la imagen, le debamos tanto a un objeto tan simple y vetusto.

Este relato fue distinguido con el Primer Premio en el I Concurso de relatos organizado por la Fundación Benéfico-docente "Francisco García Amo" de Nueva Carteya, en 2006 .

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