domingo, 15 de enero de 2012

Relato: "Tempus fugit" - Parte 2 de 4

Continuación del relato. Enlace a la primera parte.

El discurso del profesor podía ser denso por momentos, a pesar de lo cual sabía emplear la palabra adecuada en el momento justo para desenmarañar los hilos de una materia de por sí espesa; nadie se movía de su asiento.
—Hablemos entonces del paso del mundo matemático al físico. Supongamos un mundo como el nuestro, el cual tiene... ¿cuántas dimensiones diría usted que tiene? —El dedo del profesor señaló a una chica de la octava fila que no pudo evitar que el color rojo invadiera sus mejillas.
—¿Es a mí? —pareció una forma de ganar tiempo—. Tiene tres dimensiones, sí, tres. —La seguridad en la voz de la chica era inexistente. Temía ciertamente ser el próximo centro de las burlas de sus compañeros de clase, los cuales la rodeaban.
—Exactamente —tras esta simple palabra pronunciada por el anciano, ella respiró aliviada—, tres dimensiones que son: largo, ancho y alto. ¿Tres nada más?... me falta una; —si se hubiera abierto un agujero bajo su sillón para tragársela, la chica habría sido inmensamente feliz—; me falta la cuarta dimensión: ¡el tiempo! Así pues, supongamos un mundo similar al nuestro, de cuatro dimensiones. Según mi teoría, vendrá representado por una matriz de rango cuatro. Por tanto, con una base de cuatro vectores tendremos acceso a cualquier punto del espacio bajo consideración. Podremos realizar una aplicación, la cual, para cada elemento del universo considerado, nos dé su transformado, pero... ¿de cuántos elementos hablamos? Muy simple: busquemos la menor unidad en la que podamos dividir la materia, y existirá un vector de nuestro campo vectorial que apunte al lugar exacto ocupado por él en cada momento. Les hablo de aquellos elementos que forman los protones, neutrones, electrones, y demás extrañas cosas con nombres ridículos que se les ocurra inventar en un futuro. Estamos hablando de un número de vectores casi infinito, pero por supuesto, finito. Si aplicamos la transformación sobre la matriz de cuatro dimensiones que describe nuestro mundo, llegamos finalmente a una segunda matriz, de características similares a la nuestra, pero con elementos distintos. ¿Dónde está la gracia de la cosa, por llamarlo de alguna forma? Mediante la introducción de unos coeficientes que he dado en llamar “coeficientes lambda”, mi algoritmo de transformación permite aplicar estos cambios de un modo selectivo. Piensen por un momento que hemos calculado unas matrices de cambio tales que permiten dejar invariante la componente temporal. En tal caso, el universo descrito por la segunda matriz obtenida se correspondería con una mera traslación espacial de las partículas que forman dicho universo. Si somos capaces de dejar invariables los vectores de posición que describen a todas las partículas de nuestro universo, excepto los que describen a la señorita... —La agobiada señorita que no había conseguido ser tragada por la tierra deseó haberse quedado en su casa viendo la televisión.
—Mary... Mary Miller —contestó con un ligero susurro.
—Estupendo, pues si como les decía, conseguimos que las matrices de cambio tan sólo modifiquen aquellos vectores que describen a nuestra realidad, en lo referente a la señorita Mary Miller, podemos hacer que Mary aparezca aquí de pie, junto a mí, en el mismo instante de tiempo en el que debiera estar ahí sentada, de haber permanecido en nuestro Universo.
—¿Está usted hablando de teleportación, profesor? —el periodista no pudo contener su inquietud.
—Usted lo ha dicho, no yo. Pero... ¿qué ocurriría si mantenemos fijas las tres dimensiones geométricas de nuestra querida Mary, pero variamos su cuarta componente? Podríamos hacerle ocupar el mismo lugar del espacio, en un momento diferente.
—Ahora habla usted de viajar en el tiempo, ¿me equivoco? —El periodista de la novena fila se quería ganar su sueldo a pulso.
—No se equivoca usted. Me alegro de ser capaz de transmitir mis ideas de un modo tan claro, por lo que parece.
—Pero... ¿qué ocurriría si variamos las cuatro dimensiones de una vez? —Al periodista le picaba la curiosidad, y no lo disimulaba.
—Me lo quita usted de la boca, amigo. ¿Cómo se llama usted? —preguntó el profesor, divertido.
—John Straw, del Boston Herald. —Se podía percibir cierta dosis de orgullo en la voz del reportero. Se notaba que le gustaba trabajar en esa publicación.
—Amigo John, si hiciéramos lo que usted dice, nos encontraríamos con nuestra amiga Mary en otro lugar y en otro tiempo, como no podía ser de otra forma.
—¿Y dice usted que eso no es factible? ¿No lo ha demostrado usted con sus fórmulas? —Aquello parecía haberse convertido en una charla entre dos.
—Ahora viene el momento en el que tengo que hablar de nuestros amigos los ingenieros, y de su triste realidad. Todo lo que he comentado hasta el momento se ha referido al paso del mundo de las matemáticas puras, en la cual todo lo que es demostrable, es posible, al mundo de la física pura, donde todo es perfecto, por decirlo de algún modo. Dos por dos siempre serán cuatro, no les quepa duda.
McKinley no quería convertir la conferencia en un diálogo con el periodista, motivo por el que volvió a emplear el plural para dirigirse a los presentes.
—Supongamos por un momento que pretendemos aplicar el tipo de transformación descrita a un caso real, es decir, consideremos por un momento que hemos sido capaces de crear algún tipo de artilugio, mecanismo, o vaya usted a saber qué, quizá un gurú —el profesor se lo pasaba en grande con sus pequeñas bromas— mediante el cual somos capaces de llevar al mundo real lo que tan bien ha funcionado en el mundo teórico e ideal. El problema que se nos plantea es la aparición de los errores inherentes a cualquier aplicación práctica de aquello que en el mundo inmaterial de las ideas de nuestro amigo Platón es perfecto. Tenemos, por un lado, los errores de índole física provocados por los rozamientos y desajustes de los componentes mecánicos. Por otro lado, está el error de la aritmética en coma flotante, la cual viene siempre de la mano de nuestra estimada compañera, la informática. Finalmente, ¿qué decir de la mayor fuente de errores que nos podemos encontrar en la naturaleza? Y conste que me refiero al autodenominado homo sapiens, del cual ya conocemos su innata imperfección como animal que es... que somos más bien, aunque algunos más que otros. —Por la cabeza del profesor pasó en ese momento el nombre de más de un político con los que se había cruzado durante su vida—. Si unimos toda esta conjunción de errores, y la incluimos en nuestro proceso de transformación, ¿qué nos queda? Debemos aceptar la imposibilidad de un viaje, por llamarlo de algún modo comprensible para todos, hasta el estado o punto exacto que deseamos. Les pondré un ejemplo simple, con el que todos nos entenderemos mucho mejor. ¡Mary!, ¿dónde está usted?
La chica parecía haberse repuesto de su mal rato, pero estaba claro que aún no había acabado su momento de gloria. Tal vez fueran estos los quince minutos de fama que según Warhol debían corresponderle. Ella se los hubiera regalado a cualquier otro con un mayor afán de protagonismo.
—Mary, levántese si es tan amable para que todos podamos verla. —Mary Miller obedeció de forma automática—. Muchas gracias. Ahora quiero que venga hasta aquí, por favor.— El dedo del profesor señalaba un punto del escenario a un metro escaso de su atril.
    Mary abandonó la seguridad de su asiento, se abrió paso hasta el pasillo central pisando algún que otro pie, y subió las escaleras del escenario hasta finalmente ocupar el punto indicado por el profesor, o eso pensó ella.
—Perfecto. Vean aquí una clara demostración de lo que les dije hace unos momentos. Señorita Miller, no es ahí donde le pedí que se colocara, si no unos veinte centímetros más cerca de mí —el movimiento de cejas realizado mientras pronunciaba estas palabras les daba a éstas cierto matiz pícaro, el cual fue recibido con agrado por la audiencia—. Debido a las imperfecciones que nos rodean, y por supuesto no me refiero a usted —el profesor hizo referencia a su acompañante femenina—, no ha sido factible que esta guapa señorita se colocara a la distancia que a mí me hubiera gustado. Del mismo modo, ahora le pediré que regrese a su asiento, con todo el dolor de mi corazón... ¡vaya, vaya por favor!
La ruborizada y nerviosa chica volvió a su punto de partida, y tomó asiento, esperando aún alguna otra frase referente a ella por parte del orador.
—¿Piensan ustedes que Mary se ha sentado en el mismo punto que ocupaba hace unos minutos, exactamente? Convendrán conmigo en que eso es, cuando menos, improbable. Del mismo modo, no les quepa duda de que si pretendieran volver ustedes de un supuesto viaje realizado mediante la aplicación de mis ecuaciones, nunca podrían regresar al punto de partida. Les digo que los pequeños errores, de tipo infinitesimal si quieren, acumulados tanto a la ida, como a la vuelta, harán que el universo al que regresen sea parecido al suyo original, eso no se lo niego, pero no será su universo —el profesor recalcó especialmente las palabras “no” y “su”.
—Si he entendido bien, usted afirma que son los errores del mundo real los únicos problemas para realizar una teleportación, o un viaje en el tiempo, ¿estoy en lo cierto? —El periodista ya se encontraba a sus anchas, y debía pensar que el profesor sólo hablaba para él.
—Ha asimilado usted mis enseñanzas, señor John Straw del Boston Herald —respondió el erudito anciano. No le importaba si el periodista había alcanzado a entender el sarcasmo con el que pronunció ambos nombres. Nunca le gustaron las personas prepotentes, y John Straw irradiaba prepotencia a raudales.
—¿Y no es posible eliminar esos errores? Me refiero... la tecnología avanza cada día más y.... —John no pudo terminar la frase.
—¿Y qué sería del mundo sin errores? La mayoría de nosotros no estaríamos aquí. ¿No ve usted la belleza inherente a lo imperfecto? En la historia de la humanidad ya ha habido otros que han pretendido eliminar lo diferente, el rasgo diferencial. Es en la imperfección donde yo descubro la perfección del creador, si me apuran. —Era algo insólito oír hablar al profesor acerca de Dios— ¿Puede existir algo más perfecto que un sistema con vida propia? El mundo en que vivimos tiene más de un grado de libertad, y déjeme decirle que todos los días deberíamos dar gracias por ello. No busque usted la perfección, porque perderá el tiempo, y lo que es peor, dejará pasar de largo miles de admirables imperfecciones. Ahora, si me disculpan, y tras saciar su gusto por las reposiciones, me gustaría volver al hilo de mi intervención original acerca de la trigonometría no euclídea.
Los asistentes premiaron el esfuerzo del ponente con una sonora ovación, y se aprestaron a escuchar lo que tuviera que decirles a continuación. Comprendían que quisiera hablar de algo distinto por una vez, ya que allá donde fuera, siempre tenía que explicar de nuevo su teoría más polémica.


Fin de la segunda parte. Continuará.

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