martes, 14 de agosto de 2012

"El comienzo", 3º premio en Nueva Carteya

La Fundación Benéfico Docente "Francisco García Amo" de Nueva Carteya (Córdoba) organiza un certamen literario, del que este año se ha cumplido la séptima edición. De este modo fomentan la creatividad literaria entre los habitantes de la pequeña localidad de la campiña cordobesa, con un especial interés en hacer que los más jovenes se animen a adentrarse en el maravilloso mundo de las letras.

En esta edición del certamen literario he participado con el relato de título "El comienzo", que ha sido distinguido con el tercer premio.

Mi agradecimiento a los miembros del jurado por este reconocimiento, que supone para mí una motivación para seguir adelante con mis escritos, y mi enhorabuena a todos los premiados.

Seguidamente os dejo el relato completo, por si os apetece leerlo.

El comienzo

El hombre de fe ascendía por la pendiente con la dificultad propia de los setenta y seis años que le contemplaban, pero la voluntad de ver su obra terminada podía más que la renuencia a continuar de su cuerpo fatigado. Arriba le esperaba el templo, que pasado un quinquenio desde que se iniciasen los trabajos para su construcción, presentaba ya un aspecto que hacía innecesario preguntarse por su naturaleza, que resultaba evidente a la vista del campanario que coronaba la fachada principal, aquella orientada a poniente.
—¡Mi señor cura, ya se le empezaba a echar de menos por estos lares! —le gritó el capataz desde la gran ventana rectangular que se abría sobre la entrada—. ¡Aguarde usted, que ya bajo!
El hombre que tenía a su cargo la buena marcha de la obra bajó precipitadamente los escalones que habrían de conducirle hasta la planta baja, yendo al encuentro del ilustre visitante, que había recorrido ya los últimos metros que le separaban de su destino.
—Por lo que veo, las obras progresan a buen ritmo. Se diría que a no mucho tardar podría estar concluida la parroquia.
—Sí, don Diego —respondió el capataz mientras trataba de recuperar el resuello, pues tampoco él estaba ya para carreras—, si nos respeta el infortunio, es muy posible que en un par de años pueda usted decir misa en este lugar.
—No seré yo quien te lleve la contraria en asuntos constructivos —dijo el sacerdote mientras contemplaba la fachada, satisfecho—, pero mucho me temo que no está en los planes del Señor que sea yo quien exhorte a los fieles desde este púlpito; algo me dice que pronto me llamará a su lado, pues son ya muchos los años que llevo caminando sobre este mundo, y creo que mis huesos cansados merecen un descanso.
—No diga usted eso, don Diego. Cuando pienso en la aldea de San Juan, no puedo imaginarla sin usted, después de tantos años luchando por que fuese una realidad.
—Nadie es imprescindible, amigo mío, y tampoco yo seré una excepción en ese sentido. Los lugares pertenecen a las personas que los habitan, y son precisamente sus gentes las que los hacen prosperar. Todos esos labriegos, a quienes el reparto del monte Horquera atribuyó la propiedad de una parcela, serán quienes pongan los cimientos de una población que en sólo unos años comenzará a crecer, extendiéndose allí donde ahora sólo vemos pastos y encinas. Todas las tierras que podemos vislumbrar desde aquí, pronto serán cubiertas por olivares hasta donde el ojo alcanza, y más allá.
El capataz miró a su alrededor, en dirección al horizonte, pensando que el anciano esperaba demasiado de aquellas tierras y sus pobladores.
—No sé si esto viene a cuento, don Diego, pero en ocasiones me he preguntado: ¿por qué construir una iglesia precisamente aquí, en mitad de la nada?
El religioso, vestido de negro riguroso, sonrió ante la duda planteada por su acompañante, que nunca había destacado por depositar una gran dosis de fe en sus iguales, y cuyo pragmatismo, inestimable para el desempeño de su labor profesional, en ocasiones podía hacerle pasar por una persona falta de imaginativa.
—Esa nada a la que te refieres, mi querido Antonio, es la misma que en épocas pretéritas llamara la atención de culturas como la íbera, de cuya presencia nos ha quedado el testimonio de sus fortificaciones de piedra; de civilizaciones como la romana, cuyo destino habría de sellarse en la batalla que enfrentó a Julio Cesar con los hijos de Pompeyo el Grande, que tuvo lugar no muy lejos de aquí; o de los visigodos, que sentaron las bases de lo que somos hoy en día, un pueblo temeroso de Dios que sólo trata de llevar una existencia en paz. Esa nada es una tierra cuya riqueza se ha bastado para sostener a hombres que hicieron de estos montes su hogar, entendiendo que tan privilegiado emplazamiento no podía por menos que ser aprovechado.
—Hombre, don Diego, si me lo pone así… —El capataz se sintió por un momento muy pequeño frente a todo cuanto había expuesto el clérigo. Jamás habría imaginado que aquellas tierras hubiesen sido protagonistas de la historia.
—Son muchas las esperanzas que tengo depositadas en esta aldea, y en sus gentes —dijo don Diego, dejando que sus labios expresasen sus pensamientos en voz alta—; incluso he llegado a ver su futuro en mis sueños. Tal vez mude el nombre con el que a ella vengan a referirse, pues sé bien de personas notables que abogan por retomar el de Carteia, asentamiento que según atestiguan las crónicas, ocupaba este lugar, pero esto no cambiará su destino, brillante sin duda. —El sacerdote cerró los ojos, y dejó que su imaginación le transportase a otro tiempo—. Dime Antonio, ¿acaso no lo ves? Este será sin duda el núcleo de la villa, pues no te quepa duda, que villa será. Allí, el edificio del ayuntamiento, y aquí, a los pies de la iglesia, la plaza del mercado, donde todos sus habitantes acudirán para proveerse de las viandas con que habrán de surtir sus mesas. Puede que deban pasar cien años para que esta imagen sea una realidad, pero convendrás conmigo en que las cosas bien hechas requieren su tiempo, y a mi edad, hace mucho que dejé de lado las prisas.
—De seguro que usted y yo no lo veremos, mi señor cura.
El aludido no pareció haber escuchado las palabras del capataz, pues siguió adelante con la descripción de la visión que tantas veces había contemplado en la noche:
—He visto sus calles, las unas empinadas tomando la forma de estas lomas, y otras llanas, situadas al pie de las laderas. A las buenas gentes, tomando el fresco a la puerta de sus casas, saludando a sus vecinos cuando estos pasan a su lado, o deteniéndose a conversar. En Semana Santa, todos acudirán aquí arriba, a la parroquia de San Pedro, y seguirán con devoción a las imágenes que durante todo el año han esperado pacientemente que llegase el momento de salir al encuentro de sus fieles, para realizar su estación de penitencia acompañadas por las gentes que aguardarán su paso en las calles. En la Natividad del Señor, será éste un lugar de recogimiento, donde todos conmemorarán la llegada al mundo de su Salvador, y dejarán a un lado por un momento los problemas del día a día para recordar que somos todos hermanos. Sé que yo no llegaré a ver nada de esto, pero si me embarqué en esta empresa no fue por mí, si no por dar a las generaciones futuras un lugar donde echar raíces, y al que sentir como algo propio en sus corazones.
—Oyéndole hablar de ese modo, casi le dan ganas a uno de dejar su casa y venirse a vivir aquí —dijo Antonio, el capataz, que carecía de la capacidad de la que hacía gala don Diego Carro para imaginar lo que habrían de deparar los años venideros—, pero no sé, me cuesta dar forma en mi cabeza a esas maravillas de las que me habla.
—No creas que no te entiendo, querido amigo, pero piensa que un árbol tan magnífico como un olivo, puede surgir de una simple aceituna, y recuerda también que hubo un tiempo en que la propia Roma no fue más que una pequeña aldea rodeada por siete colinas, del mismo modo que esta en la que nos encontramos.
—¡Ay, don Diego!, ¿me va a comparar usted la Roma del Papa con nuestra pequeña aldea?
—No quiera Dios que me pueda la soberbia, pero, ¿acaso su mayor basílica no honra con su nombre a aquella piedra sobre la que se edificó nuestra Iglesia, tal como ocurre aquí? Y es posible que el río Tiber bañe las riveras de tan bella ciudad, más, ¿no tenemos nosotros el arroyo Carchena para hacer lo propio? Pero no me entiendas mal, Antonio, siempre he pensado que la humildad es una virtud que debe adornar a todos los hombres, y en ese sentido no me considero diferente a los demás.
—No se preocupe, señor cura, pues de sus palabras sólo se desprende el amor que siente usted por estas tierras, y las esperanzas que ha depositado en quienes habrán de hacer de ellas aquello a lo que están destinadas.
—Creo que yo no lo habría podido expresar mejor, Antonio, pues realmente has sabido leer en mi corazón. Una vez más se demuestra que un gran filósofo puede surgir en el lugar más insospechado —dijo el cura sonriendo.
—Yo no sé si será así como usted dice, don Diego, pero si de algo estoy seguro, es de que algún día habrán de levantarle un monumento en este pueblo, en agradecimiento por todo lo que usted le ha dado, empezando por su propia existencia.
—¡Quita, quita, Antonio, que no me veo yo inmortalizado en piedra! Pocos hombres hay que merezcan el privilegio de servir de apoyo para las palomas, y desde luego, yo no me cuento entre ellos. Además, ¿dónde me iban a situar, en un paseo que llevase mi nombre, tal vez? No, Antonio, ya te digo yo que los futuros habitantes de la nueva Carteia tendrán mejores cosas en que destinar sus ahorros antes que dedicar una estatua a un humilde párroco que tan sólo ha tratado de cumplir el mandato del Señor del mejor modo que ha sabido, dentro de sus posibilidades. ¡Sólo a alguien como tú podía ocurrírsele algo así!
Tras despedirse del anciano, Antonio le observó mientras aquel desandaba el camino que le había llevado hasta la iglesia aún en construcción. Aunque sabía que el párroco desaprobaría ese pensamiento, pues como tantas veces le había insistido, se consideraba un humilde siervo del Señor, el capataz se sentía afortunado de haber podido colaborar con una persona de su talla, pues era consciente de que se hallaba frente a un hombre extraordinario.

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